Fragmento inacabado.
El soldado hincó una rodilla, el bosque a sus espaldas, y limpió el polvo de la placa de bronce que asomaba por el pasto muerto. No había inscripción, ningún símbolo que representara mensaje alguno. Tragó saliva, sintiendo que la cordura se la escapaba, y alzó la vista al celaje del crepúsculo, al arrebol de unas nubes quietas por una atmósfera sin viento. Con una mano apartó la manga de la muñeca opuesta. El reloj de pulsera señalaba las siete. Agitó el antebrazo y acercó el oído a las agujas. Se oía el palpitar del segundo. Tiró de la rosca reguladora y la giró en busca de una reacción; y funcionaba. Daba la hora, alguna hora…
Llevaba tres jornadas sin anochecer y la ropa le hedía a humo.
Se incorporó con pesadez y valoró sus opciones. Regresar al abismo del bosque implicaba deshacer un camino a ninguna parte. Seguir, en cambio, proponía una ilusión de progreso, aunque no tuviera mayor ambición que entregarse a la inexistencia. Resuelto, marcó la senda hacia delante, pisando la tierra seca, proyectando a los lados piedras microscópicas, las pupilas fijas en el maremágnum de pináculos, arbotantes, cubiertas, torres, bóvedas, arcos ojivales y vidrieras de la más avasalladora diversidad cromática. Una catedral hecha de catedrales, un delirio a caballo entre Babel y Dédalo donde cada piedra cincelaba una geometría infinita custodiada por las gárgolas. Las terrazas, los ábsides y los pasos elevados se superponían con una asimetría desbordante, propia de un paisaje laberíntico al que habría que dedicarle años para apreciar todos sus detalles.
Esto no acobardó al soldado, que, lejos de anhelar el refugio del bosque, de los horizontes acotados, apretó la marcha hacia la inabarcable planicie de piedra en cuyo centro se erigía el monumento a su desgracia. Si desvió la vista de su objetivo, fue solo porque las nubes comenzaron a arremolinarse, a retorcerse, a emitir fucilazos impropios del atardecer. Pero no le importó; lo consideró una señal, una reafirmación de su voluntad.
En la distancia que recortaban sus zancadas advirtió un bulto, una silueta encorvada que avanzaba en sentido contrario. Metros antes de cruzarse, la presencia se paró en seco y levantó el brazo izquierda reclamando su atención. El soldado, receloso, aminoró el paso y examinó el rostro de la presencia: sus ojos y su boca eran oscuridad inmaterial. Aun así, por deferencia al encuentro, el primero hasta la fecha, saludó con cortesía. Eso pilló por sorpresa a la entidad.
—Vaya educación —siseó—. ¿Qué te propones?
El soldado torció el gesto. Conteniendo el deseo de reanudar la marcha ante lo imprevisible de aquella conversación, repuso:
—¿A qué te refieres?
La entidad señaló con una mano de piel avejentada y uñas como navajas la catedral de catedrales.
—¿Dónde crees que vas? —espetó.
—Es asunto mío —susurró, carente de convicción—. ¿Por qué quieres saberlo?
—Porque me han enviado a decirte que des la vuelta.
—No volveré al bosque —gruñó el hombre a la defensiva.
—Ni a tu casa —terció la presencia—, ni a tu vida…