
¡Bienvenidos al Laboratorio de Mundos basado en la Patata!
- Mundo I («Los tubérculos de la locura») por Javier Nostromo.
- Mundo II por Carlos Rodríguez-Flores.
- Mundo III por Coquín Artero.
- Mundo IV por Morrigang.
Mundo I
por Javier Nostromo
Los tubérculos de la locura
Cuando abrí los ojos no vi nada más que oscuridad, descarté rápidamente que estuviese ciego porque notaba el tacto de un material textil opaco, el tacto no solamente se encuentra en los dedos, también está en la piel, allá donde tenemos terminaciones nerviosas que pueden percibir información del mundo exterior.
Seguí recapitulando, han debido recubrir mi cabeza con una especie de capucha; hice un ligero movimiento de mi cabeza y entonces vino a mí una sensación de dolor localizada un poco más atrás de mi coronilla; alguien me ha debido hacer esto, escruté mi mente en la búsqueda de mi último recuerdo, lo último que consigo rememorar fue que salí de casa y me despedí de mi esposa, después no sé, sí, ¡ahora me acuerdo! Tomé el ascensor y accioné la llave para ir al garaje, así lo hice, vi ahí mi coche, recuerdo haber pulsado el botón del mando a distancia para desbloquear los cierres de seguridad y desactivar la alarma, acercarme a la puerta del conductor y apretar la manija de la puerta; después todo se funde en negro.
Me han debido de dar un golpe y luego sedarme, y me han traído a este sitio, oigo el viento, los pájaros cantando, no se escuchan coches ni ruidos propios de la ciudad; estoy sentado, voy a quitarme lo que sea que me esté tapando, ¡no puede ser! Tengo las manos atadas como con bridas, los pies igual, oigo a alguien que se está acercando, le estoy escuchando.
—Pa… Ta… Ta —decía con un tono cantarín— Pa… Ta… Ta, ¡te enseñaré mi mundo!
La voz me resultaba familiar, y cuando me quitó la bolsa de tela negra que recubría mi cabeza, mis ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la luz de aquella habitación.
Y entonces lo pude ver, era Esteban, un paciente mío al que recientemente había visto en mi consulta de psiquiatría, solamente había tenido dos consultas con él, en su situación basal recuerdo que era un hombre de unos 40 años que vivía solo, tenía una pequeña papelería en un barrio cercano al Centro de Especialidades Médicas donde yo ejercía, recientemente había fallecido su madre y estaba deprimido. Sin embargo, tras hablar con él, empezaba a decir cosas sin sentido, no le di importancia porque a veces las personas tras la pérdida de un ser querido, experimentan unas fases cortas de anomalías o trastornos de comportamiento, pero Esteban, me hablaba de la importancia que las patatas habían tenido en su vida, sus abuelos extremeños habían vivido la posguerra de la Guerra Civil Española, y las hambrunas, —no había más que comer que las patatas y aceitunas de los olivos, me comentó,— mi madre nunca dejó de hacerme patatas cuando yo vivía en casa con mi padre, guisos de patatas, patatas fritas, puré de patatas, me hacía rezar antes de las comidas y dar gracias al Dios Sokkem, que habita en el subsuelo y hace que nazcan las patatas-.
Debo de reconocer que en esa última visita fui algo brusco, porque tenía otros pacientes que atender, y al fin y al cabo, en mi juicio clínico, no vi en Esteban más que un trastorno adaptativo, así que le despaché con una receta de “orfidal” y una cita para dentro de tres meses, que suponía que se iba a mejorar por sus medios. Ahora me doy cuenta que estaba equivocado, este hombre estaba lleno de angustia y psicosis que demostraba en todos sus ámbitos.
Esteban continuó hablando.
—Mis padres no se llevaban bien cuando yo ya estaba acabando la universidad, mi madre no tuvo más remedio que matar a mi padre, que le hacía la vida imposible, malos tratos, golpes, insultos… Mi madre preparó una trampa en el trastero que utilizábamos como despensa, ella con sumo cuidado pergeñó todo para provocar un efecto dominó en el que todas las estanterías y su contenido colapsara sobre él, y así encontraron su cuerpo la policía, sepultado entre casi doscientos kilos de patatas y concluyeron que fue un golpe fortuito en su cabeza el que acabó con su vida.
Esteban, miró hacia un punto invisible en la habitación y continuó su relato.
—Las investigaciones de la policía científica, y la conclusión de peritos judiciales, llevaron a mi madre a juicio, donde le condenaron por asesinato con premeditación y alevosía. La vida de mi madre en la cárcel no fue del todo mala, pronto le dieron un puesto de trabajo en la cocina de la cárcel donde todos los días pelaba patatas. Pero la culpa y la sensación de impotencia al no poder salir de allí, la llevaron recientemente a suicidarse. El forense en la autopsia encontró un kilo de patatas en su estómago, y una patata de tamaño mediano dentro de su boca que había tapado con cinta americana, pero la causa de la muerte fue la asfixia producida al colgarse con ropa de la cama.
Esteban siguió reflexionando.
—Las patatas me han dado todo, y me han quitado todo. Mi madre está en el mundo patata y yo quiero ir con ella.
Yo le pregunté a Esteban, qué tenía yo que ver en todo esto.
—¿No lo entiendes? Tienes que ser testigo de que todo es real, que existe el mundo patata.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
—Estamos en un pueblo al sur de Toledo, donde las patatas crecen grandes y hermosas. He preparado algo para ti, doctor.
Yo estaba en una silla de ruedas inmovilizado, y Esteban me empujó y salimos de esa habitación pequeña, que me hizo recordar a un cuarto de costura de los que había en las casas antiguas, con su máquina de coser a pedales y telas ya raídas por el paso del tiempo. Cruzamos un pasillo oscuro y entramos en una habitación en la que fui testigo del mayor de los despropósitos.
En la habitación no había más que una silla y una gran mesa rectangular, también había una espada colgada en una pared, que parecía antigua y tenía grabado de una forma rudimentaria la palabra Sokkem en su filo. Sobre la mesa había una gran bandeja rectangular lujosa con apliques de orfebrería que tenía extraños símbolos grabados en los que predominaba la geometría con círculos, rectángulos y triángulos. Sobre la mesa había exactamente 7 patatas de diferentes tamaños y formas, todas ellas estaban limpias y se sustentaban verticalmente gracias a su morfología. Había también una maceta en el suelo de gran tamaño estaba cubierta de tierra.
—Esteban por favor, déjame marchar, te prometo que te veré en la consulta cuanto antes.
Esteban dijo con la mirada ausente —Ya no hay vuelta atrás —hizo una pausa y se agachó delante de mí, había una gran baldosa con una argolla, tiró de ella y el olor a cerrado y putrefacción que ya había adivinado en la casa, se volvía ahora totalmente embriagador. —Aquí vive el Dios Sokkem —me dijo— Él ha sido capaz de proveerme de todo lo que necesito.
Esteban empezó a cantar, en un idioma que no era familiar, lleno de fonemas en los que solamente adivinaba la k, la j, la s y la z.
Lo que vi a partir de entonces, juro que no era producto de una alucinación, debéis de creerme, las patatas de la bandeja empezaron primero de manera tímida y luego de forma violenta a moverse y a realizar figuras equidistando unas de las otras, juro que las escuché hablar, dijeron que estaban satisfechas del sacrificio que su heredero iba a realizar al Dios Sokkem.
Y recitaron este poema:
“Las patatas,
Somos las viajeras,
Del mundo más allá de los mares,
Testigos de los infortunios de los hombres,
Salvando al justo y al impío
De la total inanición”
Esteban tenía los ojos desencajados, me miró y gritó —¿Lo comprendes?, tienes que entender, esto no está en mi cabeza, esto es real. Agarró la espada y la levantó por encima de sus hombros.
Las patatas saltaron al gran macetón y se hundieron en la tierra, una luz de un color de otro mundo surgió de allí mismo y en cuestión de segundos germinó una especie de enredadera que iba haciéndose cada vez más grande y espesa que inundó la habitación.
Del subsuelo, justo donde Esteban abrió esa especie de pozo negro oí un gran gemido, luego ese gemido se convirtió en un grito escalofriante y se oía claramente el sonido de algo que se estaba desplazando bajo nosotros.
—Alabado seas, Dios Sokkem —vociferó nervioso Esteban— Acepta este tributo.
Yo grité fuertemente, solamente acertaba a decir no, una y otra vez.
Ni Esteban ni yo mismo, pudimos oír como la policía tiraba con un ariete la puerta de entrada de la vivienda y en cuestión de segundos llegaron las fuerzas del Estado a este insano cuarto donde yo me encontraba. Esteban se negó a bajar la espada ante el requerimiento insistente de los agentes, su último gesto fue un conato de atravesar mi pecho con su arma ceremonial, dos disparos impactaron en Esteban, uno de ellos en su cuello donde empezó a brotar sangre que llegaría a lo profundo de esa pozo negro tenebroso que tenía delante de mí.
Desde ese día, estoy recibiendo tratamiento médico, dicen que tengo un trastorno postraumático que me incapacita para realizar cualquier trabajo y que debo estar bajo supervisión las 24 horas del día porque tengo riesgo de suicido al haber presentado muestras de actos autolíticos.
No estoy preparado para poder recibir visitas de mis familiares porque entro en cuadros psicóticos solamente con verlos.
Me han permitido tener un Evangelio en mi cuarto, a través de su lectura no encuentro la redención ni la salvación, solamente pruebas escritas que los sobrenatural y lo irracional ha estado presente en el hombre durante más de dos milenios y que el escepticismo del hombre en todas sus ramas científicas y clínicas nunca se atreve a aceptar.
Todo esto se lo cuento al psiquiatra que me está tratando, que no me ve como un colega, me mira como un enfermo al que le da una natural repugnancia la enfermedad de la “los tubérculos de la locura” como él lo llama jocosamente entre sus colegas, y todos se preguntan que cómo he podido caer yo tan bajo, que tan analítico y racional había sido durante toda mi carrera profesional.
—No observad al Dios Sokkem con desdén —grito yo firmemente convencido— brindadle ofrendas, o nos fulminará a todos con una gran hambruna mundial —explico a mi psiquiatra.
El psiquiatra anota en el ordenador: “El paciente manifiesta delirios relacionados con una figura sobrenatural, una deidad que está relacionado con una clase de culto ancestral a la tierra, al que el paciente refiere como “el temible Dios Sokkem”, un dios íntimamente unido a la cosecha y crecimiento de las patatas, un dios que vino a parar de la Tierra expulsado del Cielo y que exige tributos en forma de sacrificios humanos para aplacar males mayores”.
Mundo II
por Carlos Rodríguez-Flores
La patata define un ciclo sin fin. Se siembra un tubérculo del cual germinarán los brotes que darán lugar a la planta. La planta, pues, se alimentará de la patata sembrada para crear una red subterránea de estolones que serán sus raíces. La planta aprovechará el impulso y los nutrientes del suelo para crecer hacia el cielo y captar la energía del aire y el sol. Ese momento en el cual el tallo de la planta asoma de la tierra oscura se denomina “nascencia”.
Tras la nascencia el flujo de la vida se invertirá, siendo la red de estolones la destinataria de los nutrientes captados por la planta. En esa red se desarrollarán los futuros tubérculos —los hijos de la patata—, que a su vez serán patatas. Para ello, la planta deberá morir. Pero no estéis tristes, hijos, pues su sacrificio no será en vano ya que se habrá inmolado por la prole de patatas que repetirán este ciclo una y otra vez, hasta el infinito, siempre y cuando el ser humano no se lo impida…
Extracto del “Evangelio de la Patata Suprema” por el profeta Odoaldo.
— PRIMER ACTO —
Siempre he estado vacío por dentro, desde que tengo memoria. Nunca encajé en la escuela. Nunca hice amigos. Mis padres…, bueno, no conocí a mi padre. Seguro que huyó de mí al ver la mediocridad que había engendrado. Mi madre me crió, por decir algo. En realidad la única compañía que tuve fue YouTube e internet. Pero no se lo puedo reprochar. Bastante tenía con su problema de alcoholismo para encima tener que cargar conmigo. Cuando la vida barajó sus cartas, a mí me salió una mano de mierda.
Todo lo que me rodeaba era horrible. Yo mismo era horrible. Estaba desperdiciando mi vida de forma miserable hasta que conocí al Culto. Estoy convencido de que no fue casualidad. Yo no salía de casa demasiado. En el barrio, los chicos mayores —unos putos delincuentes— me hacían la vida imposible. Pero ese día algo cambió.
Mi madre llevaba todo el día fuera, y a eso de las siete me mandó un WhatsApp. Lo de siempre: «Ves al super a por una botella de vodka, otra de bourbon y tráete algo si quieres cenar». No me hacía gracia bajar a esas horas a Mercadona, pero me apetecía mucho menos aguantar la paliza que me esperaría si no tenía nada que beber cuando volviese a casa. Así que me armé de valor y me dispuse a cruzar mi barrio, las ”613 viviendas de Burjassot”. Un lugar donde casi todos están en paro y los jóvenes nada divertido tienen para hacer salvo meterse con los más débiles.
Cuando llegué entero al súper, cosa rara, intenté hacer la compra lo más rápido posible. Ya tenía las botellas y estaba mirando las pizzas de bacon, cuando un desconocido —un tipo flaco, alto y vestido con una túnica marrón que parecía pesada—, me sonrió.
—No parece una merienda nutritiva, chaval —me dijo al ver la cesta de la compra—. Te iría bien comer algo de verdura fresca. Las patatas están de oferta.
—No sé. Es lo que hay —respondí, lacónico—. Las patatas tienes que pelarlas y freírlas. La pizza se prepara más rápido.
Ya había perdido bastante tiempo con el desconocido, así que me dirigí a la caja. No quería que se me hiciera más tarde ya que el barrio a ciertas horas no era seguro.
—Pues no es buena idea freír las patatas. Hervidas, con aceite y sal están deliciosas. Freírlas es…, digamos, un sacrilegio.
—Mira, tío. Te agradezco de veras que me des conversación, pero tengo prisa por volver a casa. Es peligroso andar por el barrio cuando oscurece, te lo digo también como consejo.
El caso es que lo decía en serio. Me preocupaba que le ocurriese algo. No sería la primera vez que un forastero salía malparado de las 613 viviendas. No sé por qué, pero el tipo este de la túnica de aire tan raro y que se movía con tanta energía, me caía bien. Pensándolo en retrospectiva, él era la única persona que me había hablado como a un ser humano desde hacía meses.
Cuando llegó mi turno, metí la compra en la bolsa de rafia, pagué y salí del Mercadona a toda prisa. Ni siquiera dije adiós. Todo mi interés se focalizaba en llegar a casa lo antes posible.
Me faltaba poco para llegar. Andaba por la acera, debajo de los soportales, donde la luz anaranjada de las farolas creaba sombras en cada puerta y recoveco. Giré la esquina para encarar el final del trayecto y una voz me detuvo en seco.
—Mira quién está aquí. El hijo de la Pili. ¿Nos traes algo de beber, gilipollas? —La voz pertenecía a Matías, el cabecilla de la banda de inadaptados de mi finca.
—Sí. Gilipollas —añadió la voz aguda de Ratón.
Hasta donde yo sabía, nadie lo llamaba nunca de otro modo precisamente por ese tono con el que hablaba. A pesar de ello, era mejor no darle la espalda porque llevaba una navaja siempre encima. Y de fondo, oculto por alguna sombra, se escuchaba la risa grave de Miguelón. Una puta bola de grasa que no hacía nada en todo el día más que comer.
—Venga, tíos, esto es para mi madre. Si no se lo llevo me pegará una paliza esta noche. Dejadme pasar, por favor.
El puñetazo de Matías me alcanzó en la boca del estómago dejándome sin respiración. Caí al suelo de rodillas llorando al escuchar el sonido del cristal quebrado.
—Te diré lo que vamos a hacer, gilipollas. Nos vamos a beber esto tan rico que nos has traído y nos vas a dar el cambio que te ha sobrado. Después te irás a casa a que te pegue tu vieja, ¿entendido? —dijo Matías en un tono que no admitía preguntas.
—Pues yo no lo he entendido, ¿me lo explicáis a mí, jovencitos?
No daba crédito a mis ojos. Estaba en el suelo, arrinconado contra una pared por los tres matones, todavía sin poder respirar, y va y aparece el tipo del supermercado.
—¿Quién eres tú, viejo? Estamos aquí con nuestro pana, pasándolo bien. ¿No es verdad, pana? —preguntó Matías señalándome.
—Paz, chicos, solo quiero recoger a mi amigo y nos vamos.
Las sombras creadas por las columnas de los soportales daban a la escena un aspecto irreal. Matías y Miguelón se encararon con el señor: «¡Qué te pasa, hijo de puta! ¿Quieres pelea?», le decían. Ratón aprovechó la circunstancia para colocarse a la espalda del tipo de la túnica mientras sacaba del bolsillo la navaja. El señor alto, mirando todo el rato a Matías, levantó las manos y no hacía más que decir, «paz, paz, por el amor de la patata» ignorando completamente los manejos que Ratón hacía fuera de su vista.
Entonces, como un rayo, bajó de golpe ambas manos sonando un chasquido metálico. ¡Chas! Una porra extensible había surgido de la mano derecha del tipo de la túnica. Antes de que ninguno pudiésemos reaccionar, giró sobre sí mismo y asestó un golpe circular. La porra metálica arrancó de cuajo tres dientes de Ratón que cayó al suelo inconsciente.
Miguelón fue el primero en reaccionar. Cerró su enorme manaza y lanzó un golpe en semicírculo hacia la cabeza del tipo, pero este, escurridizo, balanceó el cuerpo hacia atrás. Cuando pasó el puño, lanzó una patada que impactó en el fémur de la pierna de apoyo. La mole se desplomó al instante, boca abajo, momento en el que el tipo alto le asestó uno, dos y tres porrazos en la nuca dejando caer luego el implacable instrumento.
Después, el tipo se incorporó y, dirigiéndose a Matías en tono burlón, le preguntó:
—¿Crees que con dos patatas peladas es suficiente o quieres una tercera?
Matías, ante la provocación, llevado por una mezcla de ira y vergüenza, se abalanzó sobre el tipo lanzándole un puñetazo con la derecha, pero el blanco no estaba allí. Con un pequeño paso, se había salido de la trayectoria del golpe al tiempo que agarraba la mano atacante. Un instante después, gracias a estirar el brazo del agresor, había creado un hueco inmenso por el que deslizó su cuerpo al tiempo que descargaba un codazo terrible en la mandíbula de Matías. Desde donde estaba, el sonido del golpe me convenció de que se había llevado por lo menos una fractura.
Con la cabeza más fría me entró miedo por las consecuencias: la paliza de mi madre cuando regresase sin las botellas, y la paliza que me darían los matones y sus familiares en venganza.
Pero el tipo alto me ayudó a levantarme. Su voz me indujo tranquilidad. Todavía utilizo su recuerdo para darme fuerzas en los momentos de flaqueza.
—No te preocupes, hijo. La vida, al igual que la patata, es un ciclo. No temas ni siquiera a la muerte, pues la propia planta se sacrifica por sus tubérculos. Es necesario que la planta verde muera para que su cuerpo sirva de alimento a las jóvenes patatas que en su día surgirán fuertes de la oscuridad subterránea.
—¡Dios! ¡No puedo volver a casa! ¡Es como si estuviese muerto! —lloré en la túnica de mi salvador.
—Abandona tu vida. Sígueme en el Camino de la Patata. La Orden de la Verdadera Patata Esotérica te acogerá.
Y así es como nací a mi nuevo ser.
— SEGUNDO ACTO —
La vida dentro de la «Orden de la Verdadera Patata Esotérica» era dura, por lo menos para los novicios. Vivíamos en una alquería enclavada entre las huertas colindantes a los municipios de Burjassot y Valencia. Nuestras ropas habituales consistían en túnicas marrones, unos hábitos bastos y pesados. «Del color de la tierra, donde crecen las sagradas patatas», nos decían los estolones.
En el culto, los estolones constituían el grado superior. Al parecer, en botánica, un estolón es un brote lateral de una planta a partir del cual puede crecer una réplica de la misma. Por eso los estolones se llamaban así. Decían que su misión consistía en hacer germinar la Patata Sagrada en los necesitados, como los estolones de las solanáceas, la familia taxonómica de las plantas de la patata.
Toda nuestra rutina, nuestros pensamientos, nuestras vivencias y…, bueno, nuestro mundo entero, se arremolinaba alrededor del ciclo de vida de la planta de la patata. Lo estudiamos todo sobre esos tubérculos. Los estolones decían que el universo entero cabía en la más humilde de las patatas. Cualquier patata sembrada, y mantenida en condiciones, criaba una prole de nuevas patatas que, dejadas en tierra, generaban nuevas plantas que sostenían el ciclo perpetuo de la existencia.
«La vida engendra vida, como la patata engendra patata», nos repetían una y otra vez. Una porción de patata puede germinar y convertirse en planta. Y esa planta se unirá al ciclo de la vida creando generaciones de patatas que vivirán hasta el infinito. Por eso, debéis cuidar de las patatas, para que ellas intercedan por vosotros cuando os reunáis con el ser supremo, el Tubérculo Primigenio.
Y en eso consistía nuestro trabajo como novicios. Cuidar de las patatas: aprenderlo todo de ellas, cuándo sembrarlas, cómo hacerlo, qué plagas sufrían, el régimen de riego que necesitaban,… En resumen, vivíamos en un mundo patata. Pero en este mundo, las tareas no se repartían por igual.
Los estolones siempre nos encargaban las tareas más duras, «para que perfeccionéis vuestro espíritu, queridos brotecillos verdes». Así nos llamaban, brotecillos. Decían que en nosotros había germinado la Patata Sagrada y que su trabajo consistía en que creciéramos rectos para que llegáramos a ser unos tubérculos plenos.
A ver, el hecho de deslomarme a trabajar para estos fanáticos de la vida vegana no era muy atrayente. Por las mañanas, nosotros, los brotecillos, cultivábamos los patatales. Y por las tardes profundizábamos en los aspectos teológicos más sutiles del culto mientras realizábamos todo tipo de trabajos para ellos.
Lo de repartir panfletos con nuestro credo, o ir puerta a puerta haciendo proselitismo, tenía una cierta lógica: cuantos más novicios consiguiéramos, más se repartirían nuestras tareas y menos trabajaríamos. Bueno, y más crecería el culto, lo cual era el objetivo. Quizá pudieran inventarse mensajes más atrayentes ya que, en mi opinión, cosas como: «La Gran Patata se acerca, deshazte de tus pertenencias», o «Lo que hicieres a una patata, te lo harás a ti en la otra vida», pues no les veía mucho enganche, la verdad. Pero desde luego, para lo que no encontraba ningún tipo de utilidad era para tareas como limpiar los coches de los estolones, realizarles masajes en los pies e ir a comprarles tabaco.
Pero todas mis dudas se disipaban cuando hablaba con Desiderio. Desiderio fue mi rescatador aquella noche hacía cuatro meses y era para mí el padre que nunca tuve. Él sí que ejercía de estolón velando por mi educación dentro del Camino de la Patata.
—Desiderio, no entiendo qué diferencia hay entre una patata y cualquier otra planta. En principio, son todas iguales, ¿no? Se siembran, crecen y sale una planta.
—No, Gerardo. Las patatas son diferentes. Piensa, por ejemplo, en un tomate o un melón. Es de la semilla del melón de la que brota la planta. Pero un melón, ciertamente, no es igual a su semilla.
»En cambio, la patata es perfecta. En una patata cabe el Universo. Si en lugar de comerte una patata, la plantas, de ella brotará la vida. Es más, si en lugar de plantar la patata entierras un fragmento, también brotará la vida y se reiniciará el ciclo de nuevo. Eso no ocurre ni con los tomates ni con los melones.
—Pero Desiderio, entonces, desde ese punto de vista, cualquier planta que se reproduzca mediante estolones también debería ser sagrada.
—Otra vez andas errado, Gerardo. Las fresas tienen estolones, mas solo existe un Tubérculo Primigenio. No es una fresa primigenia, ni nada parecido. Es un tubérculo, una patata, si lo prefieres. Y esa patata se comunica con nuestro líder sagrado.
—¿Quién es él?
—Ella, Gerardo. Es ella.
—Como quieras, ¿quién es ella? ¿Cómo se llama?
—Ella es… la Papa.
—¿La Papa? —me costó aguantar la risa—. Desiderio, ¿estás seguro que nuestro líder se llama la Papa?
—Sí, claro. ¿De qué otro modo podría ser sino?
Por algún extraño motivo que no alcanzaba a vislumbrar, nadie apreciaba nada humorístico en el nombre. Desiderio inició una extensa perorata en la que resumía los postulados fundamentales de la “Orden de la Verdadera Patata Esotérica”, tal y como habían sido plasmados por el profeta Odoaldo en el “Evangelio de la Patata Suprema”.
—Desiderio. Sabes que confío en ti y que te aprecio como el padre que nunca tuve. Pero, ¿cómo sabes que todo eso que cuentas es cierto?
—Ay, Gerardo. Antes de seguir el Camino de la Patata, yo también anduve perdido. Era malo y siempre iba rodeado de mala gente. En Las Palmas de Gran Canaria, tenía un taxi. Pero rara vez mis clientes se alegraban de verme.
»Trabajaba para el capo local de la “krásnaya mafia”, la mafia roja, una organización muy turbia que extendió sus tentáculos por España a la caída de la Unión Soviética. Yo limpiaba para ellos, ya me entiendes. Me decían quién y cuándo, y yo me deshacía de los restos. Como si nunca hubiesen existido.
»Habitualmente, transportaba los cadáveres en el maletero de mi taxi para lanzarlos por un barranco en el Valle de Jinámar, al noreste de la isla. Era un paraje realmente inhóspito. De ese agujero tenebroso, nunca salió nada de lo que allí tiré. Pero una noche, por accidente, caí por la sima. Por poco no lo cuento.
»Me pareció un lugar repugnante. Un respiradero del infierno. Era como una caverna gigante, pero cuyas paredes eran de carne. Se movían, ¿me entiendes, Gerardo? Las paredes respiraban.
»Vagué sin rumbo por galerías y conductos orgánicos. Me dio la impresión de ser como un cagarro transitando por los intestinos de un animal ciclópeo en busca de un culo por el que salir.
»Perdí el sentido de la orientación. No sabría decir cuánto tiempo pasó, pero tuve visiones. Me vi a mí mismo muriendo y renaciendo en esas pozas llenas de jugos gástricos y miasmas pestilentes que se abrían a mi paso. Vi a un ser gigante. Un ente tuberculoso que se comunicaba conmigo por telepatía o qué sé yo.
»Ese ser me hizo comprender que no podía quedarme quieto ante la injusticia del mundo. Que debía actuar buscando gente sin ideales o esperanzas, como tú querido Gerardo. Y que debía enseñarles a combatir a los enemigos de la vida. Me dijo que no me preocupase, que el Camino de la Patata no tendría fin para nosostros, los iniciados a la verdadera fe.
»Y de eso se trata, Gerardo. Tú ya has superado las fases previas. Te encuentras en la nascencia.
La interpelación me sacó de golpe del estado de ensoñación en el que me encontraba. ¿Qué quería decirme con eso de la “nascencia”? ¿Qué querían de mí?
—Escucha, Gerardo. ¿Cuál es el mayor pecado que se puede cometer contra la “Verdadera Patata Esotérica”?
—No sé —respondí inseguro—. Quizá será algo que impida la perpetuación del ciclo eterno de la patata.
—¡Exacto! Y los principales agentes que atacan a la Patata Sagrada son las cadenas de comida rápida que sirven patatas fritas a los incautos clientes. Esas patatas nunca podrán continuar el ciclo porque son freídas en aceite hirviendo, matando todas su propiedades benéficas, y después devoradas por hordas de personas ignorantes. Todo ello instigado a sabiendas por una corporación malvada llamada Anodyne, que es la principal accionista de la cadena Burger King.
—¿Y qué pinto yo en todo esto, Desiderio?
—Gerardo, te hemos enseñado bien. Sabes que la nascencia es el proceso por el que, tras la germinación de los brotes de patata, el tallo de la planta emerge de la tierra. En ese momento las partes aéreas captan todos los recursos que son capaces para alimentar a los tubérculos. De hecho, la planta muere para alimentar a las patatas que moran bajo el suelo. Eso es lo que te pedimos.
—¿Me estáis pidiendo que me suicide, Desiderio?
—No, Gerardo. Lo que te pedimos es una prueba de fe. Debes atacar a la Bestia Anodyne donde más le duela. Debes proteger a las patatas. Pero no temas, sabes que de un modo u otro, el Tubérculo Primigenio velará por ti.
— DESENLACE —
El antiguo hospital La Fe de Valencia era el lugar perfecto para ambientar cualquier videojuego de terror. Lo típico: escenarios tétricos, desvencijados, repletos de galerías cuyas paredes rezumaban humedad y donde el olor a moho era profundo. Lo único que faltaba por allí era una tribu de mutantes caníbales en busca de merienda. Excepto ese detalle, nada más faltaba para vivir en una secuela del videojuego Outlast.
El complejo hospitalario se construyó en 1968 y contaba con una red de galerías subterráneas por las que se supone que debían circular los carros con la ropa sucia desde las dependencias sanitarias hasta la lavandería. Treinta años después de terminar el hospital, la ropa dejó de transitar por los corredores quedando éstos vacíos. Desiertos. Sin utilidad. Pero, «un momento» —se encendió la bombilla en la cabeza de un planificador. «Como no pasa nadie por ellos, podemos emplear ese espacio como morgue temporal. Total, solo serán un par de semanas». Diez años después, las solitarias galerías todavía almacenaban cuerpos de manera provisional. Entretanto, la construcción del nuevo hospital en el Bulevar Sur de Valencia avanzaba viento en popa.
Para cuando terminó el traslado de profesionales, equipos y cadáveres a La Nueva Fe, poco quedó en la antigua Ciudad Sanitaria. Tras más de cuarenta y dos años de servicio, el antiguo complejo languideció hasta quedarse en un minúsculo centro de urgencias médicas, con una pequeña morgue al final de una red de oscuros corredores cuyas entradas y salidas nadie recordaba.
Este es el problema de las afirmaciones generales. Basta encontrar un contraejemplo para demostrar la falsedad de un aserto. En este caso, el contraejemplo era la figura alta y enjuta de Desiderio. Éste, cubierto por su hábito marrón, empujaba una camilla destartalada por las galerías abandonadas. La verdad es que daba miedo. Surgido de las entrañas del laberinto, envuelto en la oscuridad y acompañado por el coro de chirridos oxidados que emitían las ruedas de la chatarra que llevaba por delante.
—¡Ay, por Dios! ¡Qué susto! Casi se me para el corazón —dijo la enfermera de urgencias—. Ha salido usted de la nada y me he asustado. ¿Pero qué hace un monje empujando una camilla a estas horas después de la nochecita que llevamos?
—No. Tranquila, señora. Yo solo venía a rezar por el alma de un amigo —dijo el supuesto monje con acento canario.
—¿Es de alguno de los que han traído hoy? La policía dijo que tres pirados habían asaltado el Burger King de Nuevo Centro. Siete muertos. Ahí es nada. Y como estamos al lado, pues nos han traído todos los fiambres. Entre las autopsias, y el papeleo, hasta las cuatro de la mañana no hemos acabado.
»Venga pase por aquí, y le dejo un rato. Pero no toque nada, que en un rato vendrán del Instituto Anatómico Forense a llevarse los cadáveres.
La enfermera abrió la puerta de la morgue. La sala mostraba los signos de la actividad reciente, pues las superficies libres de los bancos de trabajo estaban atestadas de instrumental quirúrgico. Dominando el centro de la sala estaba la mesa de autopsias, vacía. Frente a ellos, doce neveras de puertas metálicas tapizaban la pared.
—¿Cómo se llama su amigo? —preguntó la enfermera dirigiéndose a la mesa donde se apilaban los informes.
—Gerardo.
La enfermera repasó las carpetillas con la seguridad que da la práctica habitual. Cuando se detuvo sobre uno de los expedientes, preguntó con voz extrañada:
—Un momento. Su amigo no es ninguna de las cuatro víctimas, sino uno de los locos. —La expresión facial de la mujer comenzó a mostrar signos de preocupación—. ¡Pero si lleva la misma túnica que ellos! ¿Y para qué ha traído esa camilla tan ruinosa?
—Tranquilícese. No le voy a hacer daño. Solo quiero saber dónde está Gerardo —aseguró Desiderio con voz calmada—. Indíqueme la nevera y déjeme a solas con él.
—La segunda por la izquierda de la fila inferior —musitó con voz temblorosa a la vez que se encaminaba despacio en dirección a la puerta.
En cuanto hubo cerrado, Desiderio cruzó la estancia en tres pasos y abrió la puerta de la cámara. Mientras extendía la bandeja que sostenía la bolsa cerrada con el cuerpo de Gerardo, oía los gritos de la enfermera: «¡Hay uno aquí! ¡Avisad a Seguridad!». Debía apresurarse, sin embargo, el rigor mortis no lo estaba poniendo fácil.
Para cuando el personal de guardia se acercó, ya había salido de la morgue portando al hombro con dificultad el cuerpo rígido de Gerardo. Tan solo necesitaba llegar a la camilla vieja para hundirse en las profundidades de los pasadizos donde no lo perseguirían.
—¡Quieto ahí! ¡Suelte eso y no se mueva! —atronó la voz de un guardia de seguridad—. Intruso en la morgue —agregó, acercando la boca a la radio que llevaba enganchada en el bolsillo frontal de la chaqueta—. Todo el personal aquí. Cambio.
Pero la radio permanecía en silencio, y la porra de policía que portaba en la mano derecha no remediaba los recortes presupuestarios que padecían los servicios no esenciales de sanidad.
Tras el guardia, la enfermera señalaba a Desiderio al tiempo que cuchicheaba con un celador que parecía muy joven. Desde luego, era el más asustado de todos los presentes. Seguramente se trataba de un contratado temporal, ¿quién, si no, estaría de guardia a esas horas tan tempranas un domingo?
Desiderio encaró despacio a los recién llegados asegurando con voz tranquila:
—No pasa nada. Paz, amigos. ¿Ven? Estoy dejando en el suelo a mi amigo Gerardo. Está un poco frío, por eso se queda aquí, de pie.
La escena, a juzgar por las caras del personal del hospital, era sin duda muy perturbadora. Un monje con cara de loco, envuelto en la oscuridad siniestra que emergía del edificio abandonado, sujetando por la cadera el cuerpo rígido de Gerardo, desnudo, en un tono azulado que resaltaba los costurones de la autopsia y las numerosas heridas de bala que tenía en la espalda.
—¡Compañeros!, ¿me oís? Cambio. —La expresión asustada del guardia, que no quitaba ojo del cadáver, indicaba que no tenía demasiada experiencia en estas lides.
—Paz, amigos. Haya paz aquí —dijo Desiderio en voz alta al tiempo que alzaba las manos en señal de rendición.
Y durante un instante no ocurrió nada. Pasaba un poco como con las peonzas. Éstas, cuando giran, pueden mantenerse erguidas por largo tiempo, desafiando a la gravedad. Pero Gerardo estaba quieto, se había aguantado por el agarre de Desiderio, así que cuando este dejó de sujetarlo, la naturaleza siguió su curso inexorable.
El primer desplazamiento fue imperceptible, una levísima inclinación. Sin embargo, con velocidad creciente, el cuerpo venció hacia adelante, cayendo cuan largo era gracias al pivote que constituían los agarrotados dedos de los pies.
Nadie, excepto Desiderio, esperaba que el muerto se moviese. Lo que sí resultó sorprendente es que el grito más intenso partiese del guardia de seguridad, el que se suponía mejor preparado, que abrió los brazos y puso cara de espanto cuando Gerardo se desplomó sobre él. Aprovechando la confusión, Desiderio bajó el brazo derecho con un latigazo para desplegar la porra extensible con un ¡zas! metálico. Después, golpeó con fuerza al aterrado guardia en la base del cuello. Nada mortal. Para cuando cayó inconsciente, la enfermera y el celador abandonaban la escena a toda prisa entre alaridos.
«Este tiempo precioso es un regalo de la Patata Primigenia», pensó Desiderio. Así que, sin dilación, cargó el cadáver de Gerardo en la camilla y se puso en movimiento. La red de galerías bajo la mole abandonada del antiguo hospital se tragó a Desiderio mientras canturreaba una tonadilla que servía de acompañamiento a los chirridos de la camilla.
El descampado situado detrás de la lavandería de la Ciudad Sanitaria, antes del amanecer de cualquier domingo, era un lugar solitario. Nadie reparó en la bizarra escena que constituía un monje metiendo una especie de maniquí pesado en un utilitario. Fue necesario abatir el asiento de delante para poder meter en el coche la carga rígida .
Para cuando los coches de policía llegaron al lugar, hacía un buen rato que Desiderio había encarado la Avenida de Pío XII en dirección salida de Valencia.
La radio emitía noticias en tono alarmante. Masacre en Valencia. La ciudad está todavía conmocionada por la matanza en el Burguer King de Nuevo Centro. La policía no descarta ninguna hipótesis. Grupos yihadistas se atribuyen el atentado, pero expertos en la lucha antiterrorista desmienten este extremo por no corresponder al modus operandi de ninguna organización islamista.
«Bien por tí, Gerardo», pensaba Desiderio, «todavía tenemos tiempo de llegar allí donde vamos». Subió el volumen del aparato. Tres individuos ataviados con hábitos monacales marrones entraron el Burger King armados con hachas y palos. Tras asesinar al guardia de seguridad, cerraron la puerta del local pidiendo hablar con el gerente. Cuando este se presentó, le propinaron una paliza tremenda. Después, lo untaron en huevo y pan rallado, e introdujeron su cabeza en la freidora de patatas. Según los testigos, los asaltantes gritaban consignas sin sentido relacionadas con las patatas.
El cabecilla de los asaltantes decapitó después al cocinero al grito de: «¿Te gusta que te troceen, cerdo? ¡A las patatas tampoco!». En la estampida subsiguiente que provocó el pánico, otra clienta de edad avanzada murió de un ataque al corazón. Los agresores fueron tiroteados cuando se abalanzaron sobre la policía al grito de: «¡Por la patata sagrada!»
—Estoy orgulloso, Gerardo. Has demostrado que la Patata Sagrada ha germinado en ti. Ten paciencia, estamos llegando a la etapa final del viaje.
Desiderio atravesó la población de Náquera que a esas horas solo estaba transitada por ciclistas haciendo sus rutas. Cuando llegó al parque natural de la Sierra de la Calderona, avanzó con el coche todo lo que pudo por el interior de las obras del futuro parque temático que estaban construyendo allí.
Cargando con Gerardo al hombro, inició la subida por la cuesta. La penosa ascensión culminó con éxito, pues para cuando los primeros coches de policía aparcaron al lado de los carteles de “Carne Mítica” —el nombre que recibiría el parque—, Desiderio ya estaba en la entrada de la cueva que le resultaba tan familiar.
—Buen Gerardito —canturreaba—. El final no es sino el inicio de otro camino. No tengas miedo. El Camino de la Patata comienza y termina en estos túneles —musitó en voz baja mientras se adentraba en la caverna de paredes carnosas.
Todo transcurrió en soledad, pero si alguien hubiese sido testigo de tales hechos, hubiera podido jurar que la cueva en sí regurgitó gases con un suspirar de satisfacción.
— THE END —
— AGRADECIMIENTOS —
Damos las gracias al maestro Coquín Artero por cedernos a su personaje Desiderio para esta aventura.