En los años ochenta, en el corazón de Texas, una serie de muertes infantiles sacudió a la comunidad médica. Detrás de las tragedias estaba Genene Jones, una enfermera pediátrica que, lejos de salvar vidas, parecía rodeada de muerte. A lo largo de su carrera, decenas de bebés murieron súbitamente bajo su cuidado, y muchos más sobrevivieron por poco tras sufrir paros respiratorios o cardíacos inexplicables. Durante años, sus crímenes pasaron desapercibidos, camuflados por el caos hospitalario y una inquietante cadena de silencios institucionales.
Jones inyectaba a los niños medicamentos como heparina o succinilcolina para provocar crisis médicas, ganándose así la reputación de «enfermera milagrosa» al intentar reanimarlos. Pero no siempre lo conseguía. Fue condenada en 1984 por el asesinato de un bebé y el intento de asesinato de otro, aunque se sospecha que sus víctimas reales podrían contarse por decenas. Muchos hospitales, temiendo demandas, optaron por despedirla sin hacer públicos sus temores.
Su caso dejó al descubierto grietas profundas en el sistema de salud, donde la falta de supervisión y la protección institucional permitieron que una asesina serial operara impunemente durante años. Genene Jones no fue solo una enfermera homicida: fue el rostro oscuro de una profesión dedicada, en teoría, a cuidar la vida.
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Álvaro Aparicio 