Alcalde de Nueva York

El alcalde de Nueva York era un fanático lleno de ambición que utilizaba las huellas para tener a la población a su merced. Era un descerebrado que se reveló como un fiel devoto de los espectros.

Todo empezó cuando interpretó como una señal del más allá, la visión de un gigantesco león sin rostro merodeando por las calles de la ciudad, y se convirtió en un enfervorecido seguidor de las huellas.

Después , el ataque balístico de Lucero del Alba le dio argumentos para saltarse la Ley y reorganizar a la ciudadanía bajo edictos orwellianos. Las detenciones ilegales, las ejecuciones sumarias, y los cadáveres ejemplarizantes en las calles se convirtieron en cosas habituales. Parecía el totalitarismo de un rey loco.

Apoyado por una importante facción del ejército, dio un golpe de estado y se autoproclamó presidente. Estaba convencido de que las huellas habían acudido con la intención de ayudar, y que formaban parte de un plan mayor para reconducir a la población a un plano espiritual que habíamos abandonado al convertirnos en seres mezquinos y egoístas.

El presidente, convencido del poder de las huellas y de su misión benefactora, no tardó en hacerse cargo de los medios de comunicación y declarar Nueva York como estado independiente «por seguridad». Las huellas estaban allí para salvar a la humanidad, seres supremos que se habían rebajado acudiendo al mundo terrenal para tendernos una mano que no debíamos rehusar bajo ningún concepto.

Mientras tanto, a la población se le daban cartillas de racionamiento y se le inyectaban implantes subcutáneos con la intención de mantenerlos sometidos. Sólo un pequeño grupo de personas se resistían a ser marcadas y controladas como ganado.

Un día el presidente convocó a los habitantes de Nueva York para un comunicado especial. Cuando los ciudadanos se congregaron frente a la tribuna del orador y los focos se encendieron, el cielo se tiñó de umbra y cientos de huellas surgieron de la nada. Se materializaron entre la gente. Los espectros atacaron y asesinaron a cientos de personas simultáneamente. Puede que a miles. Todo era parte de un ritual orquestado.

En la plaza, cuantas más personas morían, más aumentaba el número de huellas. Formaban enjambres y embestían contra la gente. Se comportaban como un virus devastador. Se alimentaban de las almas de los muertos.

Súbitamente una bala cruzó el aire, por encima de toda la barbarie, hasta alojarse en el interior de la cabeza del alcalde de Nueva York.

Ahora es una huella más.

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