La resistencia de Nueva York fue un grupo de personas que, hartas de las medidas totalitarias del alcalde de su ciudad, decidieron vivir al margen de la sociedad y plantar cara al régimen.
Después del ataque balístico de Lucero del Alba el alcalde de Nueva York se convirtió en un fanático seguidor de las huellas, se autoproclamó presidente y declaró Nueva York como estado independiente. Las detenciones ilegales, las ejecuciones sumarias, y los cadáveres ejemplarizantes en las calles se habían convertido en prácticas cotidianas. A la población se le daban cartillas de racionamiento, se le inyectaban implantes subcutáneos y se le intentaba controlar como si fuera ganado.
Cada vez había más personas que no estaban dispuestas a ser marcadas, que no se tragaban las patrañas del presidente y que querían seguir viviendo en libertad, pensando por ellos mismos. Al final se juntaron un centenar y, entre todos, formaron una resistencia a pequeña escala. Aprendieron mucho de las huellas, averiguaron que les gustaba la luz y el calor, y por eso vivían a oscuras y sin más calefacción que la ropa que llevaban puesta. También encontraron un cirujano que conseguía extraer el implante subcutáneo y empezaron a utilizar las alcantarillas para moverse por la ciudad. Era la única forma segura para las personas que, en teoría no existían porque no llevaban el localizador. Con el paso del tiempo lograron identificar las cámaras de vigilancia y trazar rutas seguras sobre el asfalto y no sólo bajo él.
Así estuvieron hasta el día del comunicado especial del presidente. Michelle, una integrante de la resistencia, armada con un fusil m40, acudió al evento. Todo había sido preparado para ofrecer en sacrificio las vidas de los ciudadanos de Nueva York a las huellas. Michelle se escondió en un piso franco cercano al lugar del ritual. Apuntó a la cabeza del presidente, apretó el gatillo y acabó con el reinado de la locura.