Agnerfándila

Agnerfándila es la fundadora original del Consejo y una de las primeras manos que añadieron versos a la Corona Radiata.

Nació en el año 61 antes de Cristo, en Alesia, capital de la tribu gala de los mandubios, en lo que hoy en día se conoce como la Borgoña Francesa.

De niña tenía los ojos almendrados y un largo cabello azabache. La dulce simetría de sus rasgos, la femineidad incipiente de sus pestañas y la miniatura de sus labios le conferían una genuina belleza.

Cuando tan solo tenía nueve años de edad, en el año 52 a.C., el conflicto entre Roma y las Galias llegó hasta las puertas de Alesia. Julio César, intentando desgastar las fuerzas galas, sitió Alesia construyendo una muralla de circunvalación en forma de anillo fortificado. Con ello quería conseguir que el líder Galo, Vercingétorix, se rindiera y entregara las Galias al imperio romano.

Agnerfándila y su familia, junto con todos los mandubios que vivían dentro de la ciudad, se encontraron aislados por culpa del asedio de las fuerzas romanas. La poca comida y la obligación de compartirla con las tropas galas hicieron que la situación se volviera insostenible.

Vercingétorix, sabía que no podía mantener a la población civil y al ejército en esa coyuntura de escasez de comida por mucho tiempo, así que tomó la terrible decisión de entregar a los civiles galos a las tropas romanas.

Agnerfándila junto con todos los civiles de Alesia peregrinaron lenta y pesarosamente fuera de su ciudad. Vercingétorix tenía la esperanza de que Roma asumiera la responsabilidad moral de mantenerlos con vida. Pero Julio César fue implacable. No importó que niños, mujeres y ancianos se apelotonasen a las sombras alargadas de las atalayas suplicando clemencia. El procónsul transmitió a los centuriones la resolución de no dejarlos pasar.

Los expatriados deshicieron el camino a Alesia, donde recibieron el mismo rechazo. No volverían a entrar.

En esos momentos se encontraron en tierra de nadie, entre las murallas de la ciudad de Alesia y la fortificación que había construido Julio César para sitiar la ciudad. Estaban sin hogar, sin comida y sin esperanzas.

A cada momento mujeres y ancianos se acercaban a las murallas apelando la piedad de los legionarios. Sabían que el gesto era inútil, pero tenían que intentar conseguir comida para los más pequeños. Agnerfándila quiso ayudar, y meciendo entre sus brazos a un bebé de meses de edad cruzó entre los exiliados y se acercó a la empalizada. Nadie esperaba que esa niña indefensa, frente a legionarios armados y uniformados, arrancase a cantar con la voz rota por un lamento. Los versos de la canción se deshacían en su boca y los testigos enmudecieron. Durante unos segundos todo se sumió en un trance sosegado y silencioso, hasta que el lanzamiento de una roca fracturó el embrujo y Agnerfándila tuvo que retroceder.

Pasaron los días, los expatriados perdieron la cuenta del tiempo que llevaban a la intemperie, y la situación no cambiaba. Agnerfándila, sin nada que hacer, pasaba el tiempo jugando con otros niños. Corría y se revolcaba por el suelo. Gastaba sus energías sin pensar que se moría de hambre.

Un mañana su madre no se despertó. Agnerfándila intentó despabilarla. De rodillas frente a ella, la zarandeó con sus bracitos famélicos hasta desmadejarla. No lloró.

Aún de rodillas, pegó su mentón al pecho de su madre y cerró los ojos. Solo quería dormir, rendirse. Morir con ella.

Pero no hubo tregua: una sucesión de flechazos histéricos fue a dar muy cerca de allí. Se incorporó y comenzó a correr dejando atrás el cuerpo sin vida de su madre.

A lo lejos, las laderas cercanas se convertían en un torrente oscuro de jinetes galos que descendían en un ataque coordinado. Para huir de la trayectoria de los jinetes cruzó la pradera en dirección a un riachuelo. Si no se alejaba la arrollarían. Atravesó el fangoso riachuelo y se refugió en una cabaña destartalada que había en la orilla opuesta. Desde su escondite podía ver las empalizadas a lo lejos, atravesada por minaretes de humo, y a los jinetes avanzando por la pradera.

Al principio le pareció que algo se movía furtivamente a ras de suelo, como si alguien huyera reptando de la contienda. Agnerfándila empezó a temer por su vida y vigiló los movimientos de esa sombra furtiva. Parecía una persona herida y maltrecha que buscaba refugio tal y como lo había hecho ella. Esa figura le resultaba extrañamente familiar. Se acercó un poco más y no pudo creer lo que veía.

—¿Mamá? —susurró.

El cuerpo de su madre estaba ahí mismo, herida de flechas, con las piernas rotas y con los ojos vacíos de vida. El espanto de aquella visión la aterrorizó. La muerta se arrastraba hacia el interior de la cabaña hincando los codos en la tierra.

—No temas, por favor. —dijo el cadáver de su madre —Puedes confiar en mí.

Mientras en las empalizadas romanas aullaban los guerreros, la niña Agnerfándila perdía la poca entereza que tenía.

—Quiero oírte cantar. —decía el cuerpo sin vida de su madre —Sólo quiero volver a oírte cantar. 

Durante los días siguientes, mientras la vida de la joven Agnerfándila se apagaba, el cadáver viviente de su madre le hizo compañía. La arropó cuando hacía frío, la consoló cuando el mordisco del hambre más dolía y la defendió de los soldados curiosos. Mas no le dijo quién era, ni porque poseía el cuerpo sin vida de su madre.

Agnerfándila solo entendió dos cosas: que su madre ya no estaba, y que lo que fuera que poseía el cadáver de su madre sentía un inmenso amor por ella. Por eso accedió a cantar para ella, por eso luchó contra la somnolencia irresistible de la muerte, para poder regalarle con su último aliento las estrofas de su canción.

Al terminar de cantar, el cadáver de su madre le pidió que descansara. Entre caricias y mimos la anestesia del sueño le venció por fin.

En ese instante, la Tierra se quedó quieta.

Unas horas después, despertó en un bosque cercano a la ciudad de Alesia, lejos de las murallas, lejos del conflicto, a orillas de un arroyo.

El cadáver de su madre la sostenía en brazos. En la cara sin vida de su madre pudo apreciar un cansancio y un sacrificio que antes no existían.

—No serviré. —decía sonriendo —Que así sea.

Agnerfándila empezó a sentirse bien de nuevo. El hambre y el cansancio desaparecieron por arte de magia, como si esas palabras hubieran ahuyentado todas sus dolencias. Y cuando hubo recuperado sus fuerzas llegó el momento de las revelaciones.

La entidad que poseía el cuerpo de su madre no era un espíritu maligno, sino una hija de la muerte que había acudido a Alesia con la misión de ayudar a los recién matados. Le contó que se había enamorado de ella y de su canción, y que su mera presencia la había enloquecido. Le dijo que había renunciado a su naturaleza de diosa para mantenerla con vida y que eso la había convertido en una paria entre sus hermanos.

A lo largo de la vida de Agnerfándila, esta hija de la muerte se le apareció más veces, pero ya no poseyendo el cuerpo sin vida de su madre, sino como una hermosa niña pequeña. Se hacía llamar Agnés, en honor a ella, decía.

Entre las dos decidieron escribir los versos que luego compondrían la Corona Radiata y Agnerfándila, años antes de morir de vieja, fundó el Consejo, germen de lo que acabaría siendo el Consejo Nocturno.

Agnerfándila murió en el umbral del año cero, mucho antes del primer concilio de Nicea, en una aldea ubicada en algún punto de Acaya, Grecia.

Era una mujer amada por toda la comunidad y toda su aldea sufrió el duelo de su muerte. El pueblo entero sollozaba la muerte de la anciana Agnerfándila, cuando apareció en la aldea una extraña niña preguntando por ella. Era Agnés, la hija de la muerte que se enamoró de ella, a decirle, antes de morir, que ella sola había hecho que toda la humanidad valiera la pena.

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