La Caída es la umbra final, la que viene de más lejos.
Al principio empezó a verse en el eje axial de nuestra bóveda celeste un vacío de oscuridad absoluta del tamaño de un dedo meñique. Era como un mordisco en la piel del cielo, como un lunar abisal que engordaba con el paso del tiempo.
A los pocos días una tercera parte del firmamento quedó sumida en un ominoso apagón total. El mundo entero estaba en llamas. La décima noche las tinieblas cubrían medio cielo como una necrosis sideral. Se advertían luminiscencias escalofriantes retemblar en la densidad de aquel abismo.
El fenómeno, que sólo era visible en el hemisferio sur, empezaba a manifestarse también en el norte por desbordamiento de su tamaño. Su crecimiento era exponencial, no lineal, y pronto se empezó a percibir a plena luz del día.
El único Sol que tocaba la Tierra entraba por una rendija de horizonte, fino como los párpados de un Dios que ha decidido morir. El rojizo cielo se redujo a una menguante cinta de luz. Todo lo demás era umbra, sidérea e incognoscible, crispada de fucilazos que rutilaban desde sus entrañas.
El mundo aún no lo sabía, pero aquel crepúsculo sería el último sol. Del interior de aquel desgarro de oscuridad emergió la cumbre afilada de lo que parecía una bestial montaña invertida. Aquella cumbre ciclópea desgarró la barrera del sonido a cámara lenta y su grosor no varió. Parecía una lanza de piedra.
Cayó a orillas del Atlántico y, aun así, pese a la curvatura de la Tierra, y por el borboteo de llamas que desprendía su fricción con la atmósfera, era visible desde Mato Grosso.
Un ser inmenso descolló entre las vísceras pulsátiles de la umbra con una violencia que, por unos segundos, clareó el cielo de brumas. Ocupaba dos quintas partes del techo del mundo; ridiculizando la presencia de la lanza… resultaba evidente que caía atravesado por dicha lanza.
El ser lucía una majestuosa corona de laureles dorados, la seda blanca que cubría sus sienes, el poderoso maxilar inferior con incrustaciones de piedras preciosas… El cráneo de cuencas vacías de un demiurgo que llevaba muerto miles de años… Sus manos esqueléticas sujetaban el mástil de la lanza, con la inercia de una fuerza ya inexistente, ahí donde la pechera enjoyada había cedido.
Empalado, inmerso en una perpetua caída de derrota, su monumental falda de cota de malla relumbraba con el cromatismo de los cometas.
La lanza arremetía, imparable, arrastrando al coloso, majestuosa cordillera de huesos, en una turbulencia atronadora. La desproporción del terremoto que conmocionó la Tierra fue la señal de que la punta había tocado simas atlánticas; y no tenía intención de parar… Y no paró.
No queráis conocer la forma que tenían las garras que sostenían el final de la lanza.
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