Reino del Aherrojado

En algún punto en las profundidades de la Parroquia, el Aherrojado fundó su reino. La antigüedad de ese lugar no es cuantificable, ni sus caminos, ni sus secretos. Hay abismos que forman parte de un orden paralelo.

Sólo el Arriero conoce los atajos que hay entre las diferentes regiones del reino de Aherrojado. Sólo él sabe moverse por sus encrucijadas. Nosotros, en cambio, de los diferentes territorios de ese infame reino sólo tenemos algunas nociones.

Sabemos de la existencia de la abadía. Un antiguo priorato con el suelo cubierto de tierra, las escaleras convertidas en rampas, y las majestuosas cámaras transformadas en huertas de limo y hongos. Un lugar hediondo en el que por las grietas de las paredes manan finas cortinas de agua marrón. Ni la arquitectura, ni la desproporción de su tamaño responden a las necesidades humanas. Los techos se pierden en alturas delirantes en las que rutilan las velas de las arañas. Los corredores se perpetúan en calzadas ganadas por arbustos de aspecto enfermizo y arbolillos raquíticos. Los colosales salones vacíos se suceden como partes de un bosque interior. Entidades solitarias merodean aquella reserva marginal, siguiendo con la mirada a los pocos osados que intentan cruzar sus cámaras.

Al salir de la abadía hay un largo túnel que desemboca en el seminario de los heresiarcas y en la gran biblioteca del Aherrojado. Y a través de ella, después de una intersección iluminada por una araña de techo, se emerge a la Sala Hipóstila. Un grandioso bosque de columnas antorchadas. Los gólems, bueyes descerebrados, remolcan gigantescos trozos de catedral que hacen tremolar el suelo. El lugar está colmado de llares encendidos, en los que caben robles enteros, y sobre ellos cuelgan calderos vacíos. En la distancia se vislumbran monumentales portalones fortificados.

Las altas bóvedas de cañón de la Sala Hipóstila dan lugar a un pasillo estrecho y bajo, empedrado y asfixiante. El camino se ve oxigenado por arcadas laterales que se hallan abarrotadas de momias inertes que custodian el paso. Son los Susurrantes, y desde sus tribunas flanquean el camino. Todo el pasadizo continúa con su efluvio de susurros, hasta la puerta que conduce a las dimensiones del Aherrojado.

Al otro lado de esa puerta miserable, digna de una casa abandonada, puede existir cualquiera de las simulaciones que tenga, en ese momento, el Aherrojado funcionando en paralelo. Al cruzar esa puerta se puede estar en un piso en Corea unos minutos antes de La Caída, en el siglo primero a las afueras de Alesia, o en Cristiania el día que llovieron satélites. Cualquier mundo que el Aherrojado haya simulado matemáticamente.

Más allá se encuentra la cámara del Aherrojado. Una vasta explanada de piedra envuelta en oscuridad impenetrable. Sólo se oye el eco de los pasos, con lo cual deben de existir paredes… y quizás un techo, pues de él cuelgan miles de doseles carmesís.

En el centro de la explanada, suspendido en el aire, un cuerpo humano en llamas. El cuerpo de Baako. Allí el rojo de los doseles, mecido por una vaga corriente de aire, reluce con la viveza del fuego. Y desde arriba de los doseles ondeantes de tela, cuelgan un sinfín de cables. Estos cables construyen una red de líneas que son, a su vez, el soporte de los doseles. Una telaraña de incontables niveles superpuestos que descienden desde la más remota oscuridad vertical, y que parecen provenir de todos los ángulos superiores de la cámara. Conectado a ese sinfín de cables, desciende un tosco aro metálico: es la corona del Aherrojado. Esa corona y esa vorágine de cables lo convierten en el regente del universo.

3 comentarios sobre “Reino del Aherrojado

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