Cuaderno escrito a finales del siglo XVIII por Annette Moine. En este diario se registra, junto a una miríada de otros datos fascinantes, la estancia de once días de Agnés en la residencia personal de Darius Massenet, director en esa época del Consejo Nocturno.
Este documento se complementa con el grabado a carboncillo de Fabricio Sivori, titulado: «Agnés le dicta al maestro». En dicho grabado, Darius aparece sentado en el escritorio de su despacho, pluma en mano, mientras una niña encapuchada, de semblante severo, le dicta nuevas páginas para la Corona Radiata.
Durante esos once días sólo estaban presentes en la casa: Fabricio Sivori, que inmortalizaba el encuentro capturando escenas con bocetos rápidos; Annette Moine, recogiendo el testimonio con una escritura tosca en su diario; y Darius Massenet, que ejercía de anfitrión para Agnés y a la vez añadía un nuevo capítulo a la Corona Radiata.
Estos encuentros tenían la intención de renovar los pactos entre Agnés y el Consejo Nocturno. Durante las numerosas entrevistas que tuvieron lugar esos días, Agnés narró, con todo lujo de detalles, los hechos que, durante el sitio de Alesia, en el año 52 a.C., dieron lugar al origen de su nombre y al del Consejo.
El testimonio de Agnés cuenta como despertó en los alrededores del conflicto entre Roma y las Galias, con el único propósito de obedecer los edictos de su propia naturaleza. En esos momentos aún era un testaferro de la Muerte. Sin aversión hacía el hombre, ni amor. Sólo cumplía con sus mandatos: acudir al epicentro del clamor de la batalla, donde más puro es el sufrimiento, para dar rápido pasaje a los muertos de la batalla.
Poco a poco, siendo testigo de la gratuidad y la crueldad humana, se vio arrastrada por una mezcla de piedad y pragmatismo, y empezó a dudar de su condición de hija de la Muerte.
En su segundo despertar, cuando Vercingétorix se acantonó en Alesia y Julio César mandó construir una empalizada para rodear la ciudad, fue testigo de una masacre. Una jauría de mil quinientos jinetes galos, que, intentando huir de Alesia con la intención de dar la voz de socorro en toda la Galia, fueron parcialmente contenidos por las defensas romanas. El campo se llenó de mal matados. Agnés oteó el horizonte y los corazones de los jinetes heridos de muerte le abrumaron. Levantó el brazo, chasqueó los dedos y segó el campo de moribundos, obsequiándoles paz a quienes no estaba escrito que la recibieran. Esa fue su primera gran traición. Profanó deliberadamente la majestad de la Muerte. Abandonó la senda que se le habían exigido seguir a perpetuidad y empezó a cambiar.
Vercingétorix obligó a los civiles que no podían combatir, ancianos, mujeres y niños, a peregrinar fuera de las murallas de Alesia para que Roma asumiera la responsabilidad moral de mantenerlos con vida. Pero Julio César fue implacable y no quiso aceptarlos. Los exiliados se quedaron en tierra de nadie, entre la muralla de Alesia y el muro de contravalación que Roma había construido para sitiar la ciudad. Abandonados a su suerte. Condenados a morir.
Agnés vio como de entre los exiliados, una niña pequeña se acercó a la empalizada. No tenía más de nueve años, llevaba un bebé en brazos y se puso a cantar. Agnés, desde ese momento, sólo quería ver a la niña. Se subía a la copa de un gran roble para observarla y verla empezó a significarlo todo para ella. No sólo no estaba incumpliendo su propósito de darle rápido pasaje a los nuevos muertos de la guerra, sino que además deseaba, más que ninguna otra cosa, violar el orden natural intercediendo en favor de esa alma absolutamente insignificante. Se había desnortado por amor.
Esa niña se convirtió en la locura y en la enfermedad de Agnés.
Para poder estar cerca de la niña despertó en el cadáver de su madre. Sólo quería volver a oír su canto. Agnés estaba dañada y ya no había vuelta atrás. El único camino que tenía era aceptar un trato con el Aherrojado: él la ayudaría contra los Serafines cuando aparecieran para ejecutar su castigo, y ella se aliaría con él. Agnés aceptó el trato y escapó del campamento romano con la niña en brazos durante la arremetida más feroz de Vercingétorix contra las defensas de Julio César.
Con la niña en brazos, en medio de un robledal cercano al conflicto, apareció un Serafín con la intención de suprimir la existencia de Agnés por violar los edictos de su naturaleza. Iba a pagar las consecuencias de no haber cumplido con sus mandatos. La Parroquia eclosionó en ese robledal invocada por el Aherrojado. Un gran templo se construyó alrededor del Serafín para contenerlo y el Aherrojado convocó a todos sus banderizos para hacerle frente. El Serafín comprendió que, si la Tierra se impregnaba con los residuos de la confrontación, las consecuencias serían lamentables y perdonó a la hija de la Muerte.
Agnés no dio pasaje a la niña cuando le llegó la muerte. No obedeció sus edictos. La desproporción de su sacrificio fue inmensa. Se convirtió en una paria. Ya no tenía nada, ni a nadie que la respaldase. Renunció a la inmortalidad por una niña pequeña llamada Agnerfándila.
Esa niña murió de vieja muchos años después en Grecia, se convirtió en la fundadora del Consejo Nocturno, escribió versos sagrados en la Corona Radiata y fue la inspiración para el aspecto y el nombre de la hija de la Muerte que hoy conocemos con el nombre de Agnés. El Diario del Evento termina aquí. Pero además, este diario también recoge una versión, cazada al vuelo, de la canción que cantaba la joven Agnerfándila y que, a falta de un nombre oficial, Moine tituló:
Canción de Alesia
Entre paredes de ceniza,
de madres quietas y niñas mudas,
más allá del río frío,
del hierro y los cuchillos,
de las voces sin gritos,
que llegan desde aquel pueblo distante,
de aquel pueblo aún con luces,
el de las velas en las ventanas,
el de las calles ya vacías…
así te imploro que vuelvas,
que vuelvas del bosque en guerra,
y que hayas oído las más dulces flautas,
en lugar del llanto,
el relinchar de los caballos huidos,
el chapotear de tus botas en sangre.
Así imploro por tu aliento,
por aquel abrazo partido en el camino,
que, como este mal sueño
ruge, padre, que vuelvas,
porque de las paredes sólo queda la ceniza…
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