En vida fue un hombre de Dios. Un pobre sacerdote de pueblo, sin más formación que un puñado de conocimientos, y que se hizo misionero en San Pedro de Sula, Honduras. Ahora pastorea jaurías de condenados en las mansiones subterráneas.
Viste una túnica blanca, sucia hasta lo indecible, de capucha enorme. Sus ojos asoman entre las arrugas elefantiásicas de su rostro; son como perlas verdes por las que se asoma una purulencia espesa. Mantiene el cuero cabelludo, un desordenado bosque de pelos finos tan ralo que no oculta el contorno deforme de su cabeza. Su nariz, una oquedad vestigial que hace las veces de fosa nasal, está integrada entre unos pómulos llenos de quistes. La boca, torcida por la cascada de tumores que, a la altura del cuello, se ramifican y adquieren longitudes variables, enseñan una dentadura podrida e irregular.
Cuando estaba vivo, después de estar dieciséis años sirviendo de misionero en un jardín de infancia, fue testigo de como tres hombres armados, con rifles de asalto, entraron en la guardería y dispararon a todo cuanto se movía. Después de observar como masacraban a los niños aceptó el encargo de convertir en un santuario de rezo el edificio de la guardería. Lo invistieron chamán, hombre santo, y oró hasta que se dio cuenta que esas palabras no iban a servir para nada.
Sufrió una profunda crisis de fe hasta que un día tuvo una visión. Notó en las vibraciones del aire una presencia hermosa: un pequeño mensajero divino se presentaba ante él. Era alto como un niño. Después de unos minutos hablando con él, Arcadio se dio cuenta de lo que tenía que hacer. Si quería acabar con el Mal debía deslizarse hasta la sima de los tentados y los perdidos, aprender la extraña lengua de los demonios, enfrentarse contra el Maligno en su palacio, hacerse terror para extirpar la perversión desde el centro mismo de su existencia. Pero suicidarse no era suficiente para llegar a lo más profundo de la Parroquia. Necesitaba algo más abyecto. Necesitaba arruinar algo sagrado. Arcadio hundió los pulgares en las cuencas oculares del mensajero celestial hasta matarlo. En ese momento entró un policía de patrulla y al ver la escena le disparó tres tiros. Así es como su alma accedió a la última frontera del infierno; así es como penetró en las mansiones subterráneas.
Su causa divina es aliviar a los condenados. Lleva el fuego redentor allí donde el frío es la esencia misma de la condena. Él distorsiona esa agonía en perdón, así es como controla a los pordioseros de la Parroquia.
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