Las mansiones subterráneas se extienden, arbitrarias, a lo largo y ancho de una lobreguez cuajada de columnas, en las entrañas de la Parroquia.
Es una planicie de adoquines cuyos límites desaparecen en horizontes de oscuridad y silencio, y una humedad cenagosa satura el olfato. El techo bajo, apenas dos palmos por encima de la estatura de una persona, le imprime al lugar una atmósfera claustrofóbica y asfixiante. Entre las columnas que plagan las praderas de adoquines y penumbra, se vislumbran huecos de puertas y ventanas que despiden una luz mortecina, incluso se entrevé, desde la distancia, habitaciones de paredes parcialmente derruidas que comunican hacía interiores indescifrables.
Las mansiones subterráneas no son más que viviendas aparentemente vacías en las que coexisten las entidades inferiores, tan aisladas entre sí como estrellas suspendidas en el firmamento. Las bajas temperaturas, como de permafrost, que hay en el interior de las mansiones, son capaces de quitar hasta el aliento.
En este lugar se encuentra lo mismo que en cualquier cloaca.
Los condenados recién llegados escogen su sitio como presos de una cárcel en la que ya no quedan celdas, a merced de entidades inconmensurables que acechan y cazan entre las columnas. Cuando hay sobrepoblación de condenados, del orden de millones de millones (pico que se produce de manera cíclica en el universo), los moradores rompen el pacto tácito que los hace actuar en enjambre y comienzan a devorarse entre sí. Esto forma parte de los dos fenómenos de autorregulación que gobiernan las mansiones subterráneas… El otro es el Ayante.
5 comentarios sobre “Mansiones subterráneas”