El respiradero de Schultze es una de las muchas convergencias que tiene la Parroquia. En ella vive un astrónomo, llamado Bernardo Schultze, desde hace mucho tiempo.
El hogar de Schultze es un caserón erguido en la soledad ribereña, a las afueras de Tigre, en algún punto indeterminado de la geografía bonaerense, donde nuestra dimensión hace frontera con la abyección de los abismos. La morada de Schultze es una cárcel en un respiradero de los reinos inferiores, en los suburbios de la Parroquia, cerca de los burgos expoliados, de la senda de Baako y de las pozas de los ahogados. Allí acuden los acólitos de las corrientes más diversas para intentar llegar a él.
Por el camino descollan tiendas de campaña, el humo de las fogatas perezosas, las risas de los bebedores, la basura cotidiana de los que sacrificaron su mundo. Hay de todas las nacionalidades: uruguayos, bolivianos, australianos, mexicanos, canadienses, búlgaros. Todos quieren su metro cuadrado de pertenencia en esa catedral de los mil atajos.
Muchos peregrinan al caserón del astrónomo huyendo de sus propios fracasos, otros se guarecen entre los árboles, muchos acaban hermanados por el camino, pero nadie consigue audiencia con Bernardo Schultze.
El caserón del astrónomo es el punto neurálgico de la ulceración de aquellos cielos. Le rodea un muro de ladrillo rojo culminado en dos filas superpuestas de tejas. Se accede al jardín por una verja oxidada y entreabierta a través de la cual se adivina una senda de piedra invadida por la vegetación. Por encima del muro, entre los cipreses altos, sobresale el caserón. Lo envuelve una energía tan densa, tan perceptible, que esta adquiere el relieve de un sonido o de un color, ambos igualmente desasosegantes. Es ahí donde chocan los planos y se forma la vorágine.
Agnés entendió el valor del astrónomo, por eso lo confinó en un espacio donde la Parroquia actuaba de muralla. Desde la verja de la calle hasta la puerta del astrónomo, todo es Parroquia. Agnés no tuvo más remedio que levantar esa barrera.
El interior de la morada de Bernardo Schultze no es más que una habitación desordenada, que huele a barniz y a aguarrás, y está repleta de cuadros extraños, algunos cubiertos por sábanas sucias de pintura vieja. Parece un simple taller de pintor… pero es la Tierra: sus colores, su oxígeno, su gravidez, su noción del tiempo, sus leyes universales fingiendo la física, la mecánica y lo etéreo.
Por el ventanal asoma un cielo atardecido: las hojas de un árbol acarician el cristal, y a través de su ramaje llega el sol, que baña de luz y calor una franja de suelo.
Los pasillos de su morada le pertenecen a él. Ahí respira, ahí vive, desde uno de los puntos que emergen a la Tierra desde el abismo, enclaustrado por una vejez que alguna vez se atrevió a llamar inmortalidad.
Esa casa ha sido siempre la cárcel de Schultze. Primero fue la culpa, luego vinieron los cuadros. Ahora es la mismísima Muerte la que ha extendido los infiernos por los límites de su casa, para que nadie pueda llegar nunca hasta él.
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