El padre Araujo se unió al Cisma de Levante buscando una fe que perdió hace mucho tiempo.
Se ordenó sacerdote muy joven, a los veinticinco años. Amaba la estructura, el orden y la liturgia. Cuando apenas llevaba unos meses ejerciendo su curato, un hombre alcoholizado apareció en su confesionario. El hombre le contó que vivía con su familia en condiciones miserables y le pidió ayuda. El padre decidió ayudar a esa familia y les propuso un trato: la familia se mudaría a una casa en condiciones y él se encargaría de la renta y de los servicios básicos. Sus condiciones fueron que tenían que escolarizar a sus hijas y él tenía que moderar su afición al alcohol.
Pasaron los años y un día que el sacerdote se pasó por casa de esa familia para llevarles la compra, le abrió la mayor de las niñas. Estaba sola. Aunque le pareció inapropiado, entró para acomodar los perecederos en la nevera.
Ella se desnudó.
Él dejó de ser virgen ese día.
Un mes después el padre de la niña se presentó en el confesionario con exigencias. Lo chantajeo con contar lo que tenía con su hija si no le daba dinero. Araujo aceptó. Había intentado hacer el bien con esa familia y comprendió cuan inútiles, cuan carentes de sentido, eran las obras del hombre.
Araujo aguantó meses de chantaje hasta que un día se encontró con la noticia de que aquel hombre había matado a toda su familia y luego se había suicidado. El padre Araujo fingió horror.
El chantaje terminó y sólo le quedó la liturgia y la Palabra. El rito se convirtió en una ecuación cuyo resultado yo no comprendía y ya no le importaba comprender.
Más de treinta años después aún recordaba a la hija de aquel hombre al que quiso ayudar. Sus sentidos grabaron cada textura, cada perfume, cada sabor. Su recuerdo seguía vivo, su memoria lo mantenía intacto, pero seguía sin saber si realmente fue feliz entre sus brazos.
La vida siguió hasta que llegaron las huellas y las umbras, y vio un vídeo de la Huella de Levante. Al ver su rostro supo que era Nuestro Señor.
Sintió la compulsión de reunirse con la Huella de Levante y dispuso todo para su peregrinación. Roció de gasolina la iglesia y usó las páginas de la biblia para iniciar el fuego. Ya no le importaban los actos, las culpas, las confesiones. Lo último que vio de la vieja vida que abandonó fue una cruz ardiendo y el rostro de su Señor en la cruz, impasible entre las llamas.
A la Huella de Levante se le bautizó con el nombre de Señor de Nules. Su insurrección clerical comenzó, silenciosa, hasta consagrarse con carácter de cisma. La iglesia excomulgó al Abad Cordera, fundador del Cisma, al Padre Araujo y a todos los insurrectos que le seguían.
Pero al Cisma de Levante cada vez llegaba más gente, y el Señor de Nules, esa huella capaz de medir la potencia de las nuevas umbras, cada vez despertaba más interés dentro del Consejo Nocturno, y más curiosidad en Mael.
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