El Ayante es un ser colosal. Un hijo bastardo del mismísimo Cavador.
Se calcula que su estatura, con la espalda erguida, es de unos veinte metros más o menos. Todo en él sugiere desmesura: su cabeza es ciclópea, sus brazos colosales y sus manos rematan en unos dedos con la brutalidad de un vagón de tren. En su rostro se adivina un intelecto escaso (o inexistente) y una depredación elemental. Su expresión es de una agonía largamente aceptada. La piel de su cuerpo es gruesa y áspera, habituada al castigo del frío de las regiones más profundas de la Parroquia. Su andar perezoso y simiesco, a caballo entre el delirio de un gul desnudo y un loco, le hacen parecer un dios fugitivo del pasado. Sus facciones son tan humanas como puedan ser las del Saturno de Goya. Resopla como un búfalo y en el cuello lleva colgando una gran campana que anuncia su llegada.
Está obligado a reptar como una serpiente por las mansiones subterráneas. Cuando hay sobrepoblación de condenados aparece él y regula el excedente a dentelladas. Se arrastra, haciendo tañer su campana, encajado entre la planicie y el bajo techo, y devora, masticando de manera ruidosa y salivosa, las extremidades de los que no tienen a bien apartarse de su ruta inexorable. Así es como sirve a la Parroquia.
Tiene hermanos de menor envergadura. Algunos de ellos avanzan detrás de él, con los ojos vendados y pastoreados por el tañer de la campana que pende de su cuello.
El Ayante sufrió una embestida tan poderosa de un Serafín que el techo de las mansiones subterráneas explotó, y se abrió una gran brecha en la Tierra viviente. Partes de la Parroquia se desparramaron por Pademba Road, la cárcel más infame de Sierra Leona. La apariencia antropomórfica del Ayante, su cuerpo hipertrofiado y su espalda arqueada le granjearon el sobrenombre de «Gul de Pademba». Desde entonces vaga por la tierra haciendo tañer su campana… y Toro de Acre va en su busca.
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