Toro de Acre tiene la apariencia de un viejo cruzado. Es físicamente enorme y su rostro es el de un anciano barbado. Viste una armadura metálica con hombreras de acero y blande un colosal martillo de guerra.
Su verdadero nombre es Rodrigo de Arrízala y nació en el año de nuestro señor 1071, en Pamplona. Su madre era una doncella de compañía y su padre, el Rey Sancho Garcés IV.
Rodrigo fue un bastardo que se crio lejos del reino de su padre, en la fortaleza de Santa María la Mayor, bastión que hacía frontera con las zonas islamizadas. Esto hizo que Rodrigo se hiciera rápido al contacto de la espada. Durante su adolescencia destacó entre los demás por su envergadura y se le exigía lo mismo que a un adulto sólo por su apariencia.
Las continuas participaciones en las escaramuzas que tenían lugar en las inmediaciones de Santa María la Mayor pavimentaron su carrera de soldado, y sus proezas con el martillo de cantera le consagraron con el sobrenombre de Toro.
Tiempo después, cuando ya tenía el título de caballero de conquista, le empezó a atraer la mística de los Santos Lugares. Toro no escuchaba más clamor que el de la guerra estallando en los confines de la Tierra, y en 1097 decidió unirse a la cruzada caballeresca que partía hacia Asia Menor.
Partió de Toulouse tras los pasos de la última expedición. En su camino visitó Constantinopla, cruzó los yermos del Sultanato de Rum, hizo caer ciudades desde Nicea hasta Kayseri y atravesó las puertas Cilicias hacia la meseta de Anatolia.
Varios años después Toro estaba desgastado y rabioso por todo lo que había vivido en sus viajes y, en 1104, decidió que la toma de Acre iba a ser la última batalla que iba a librar al servicio de soberanías impuestas.
Durante la toma de Acre, un maestro del Consejo Nocturno, Adhémar de Troyes, fue testigo de la batalla y describió en sus memorias a un jinete cabalgando en su alazán, alrededor de las murallas humeantes de Acre, dejando un surco en la tierra con la cabeza de su martillo y levantando una colosal estela de polvo. Adhémar se acercó a un soldado para preguntar quién era ese magnífico guerrero: «Ese es Toro de Acre, maestro, un demonio que galopa a nuestro lado…».
Después de la toma de Acre, Toro y sus hombres se internaron en los eriales damascenos atraídos por los rumores de conquistas fáciles. Acampados en un caravasar en las inmediaciones de Damasco sufrieron el ataque de las tribus nómadas y se vieron obligados a huir desierto adentro, hasta avistar un pueblo en ruinas en medio de la desolación.
Al internarse por las callejuelas del pueblo, las tribus atacantes renunciaron a darles caza, pero ellos no bajaron la guardia, se mantuvieron atentos y en silencio. El pueblo estaba deshabitado y marchito. En cada puerta, en muchas ventanas y en todas las fachadas, podían encontrarse tablillas claveteadas con la palabra «Vicario» en siríaco. Este hecho corrobora lo narrado en el Manuscrito de las blasfemias escrito por un místico copto desconocido en el siglo XVI.
Durante la noche, cuando ya habían dado por zanjada la persecución, percibieron un ser inconmensurable que se arrastraba por el pueblo en ruinas. Una energía invisible, de dimensiones aparentemente vermiformes, hacía retemblar las fachadas. Con la soldadesca muerta o perdida por el laberinto de calles, Toro de Acre no pudo más que aguardar. Se atrincheró en la primera puerta que encontró, una casa sin techo con el desierto formando una ladera de arena en la pared opuesta.
El Vicario, con apariencia de lamia evanescente de proporciones ciclópeas, se acercaba. Toro de Acre cayó de espaldas sobre la ladera de arena. El Vicario entró por el techo, hasta ocupar con su densidad todo el espacio entre Toro y la luna, como un gigante que se asoma a una marmita. El firmamento se traslucía a través de la bestia. La bestia misma portaba un firmamento de nebulosas, polvo estelar y galaxias cual portal a otro cielo.
Toro de Acre empuñó su martillo y empezó a proferir padrenuestros mezclados con insultos llenos de pavor. La bestia apresó al caballero y lo sumió en un trance insufrible. Contaminó su mente con el conocimiento de los abismos que se extienden donde cuelgan las estrellas. Lo avasalló enseñándole el pensamiento de un Dios. Pero gracias a su entereza pudo resistir el ataque y liberarse.
Varios días más tarde, Agnés lo encontró y lo reclutó para que formara parte de un grupo de caballeros llamado la Anábasis de los jinetes, con la misión de cerrar los accesos abiertos a la Parroquia. Toro de Acre hizo el juramento secreto de proteger la Corona Radiata y pregonar el advenimiento del Cavador. A causa de ese juramento se convirtió en un mensajero capaz de flanquear el paso allá donde otros no pueden llegar. Se tornó un viajero que se mueve entre los distintos reinos de la Creación.
Siglos después, cuando las Mansiones subterráneas eclosionaron en la cárcel de Pademba y el Ayante fue arrojado al mundo de los vivos, Toro se comprometió frente a Agnés a ir tras él. Cuatro batallas libraron Toro y el Ayante desde ese momento. Lucharon en junglas, desiertos y tundras, en los que ambos estuvieron a punto de caer. En la cuarta batalla, el Ayante escapó reptando por el subsuelo y se instaló en la cripta Pelayo, en Toledo.
Durante un tiempo, Toro aguardó, rehízo una nueva Corona Radiata a partir de ejemplares incompletos, y veló el sueño del gigante con el fin de estar preparado para su despertar. Pero Agnés le tenía preparado otro cometido, debía poner sobre aviso al Consejo Nocturno.
Mientras en los abismos de la Parroquia el Cavador acosaba incansable el carruaje del Peregrino y la tierra viviente se inundaba de umbras y de huellas, Toro acudió al Consejo Nocturno con la intención de avisar de la magnitud del fenómeno.
En la sala capitular del Ángel Vigilante, mientras se celebraba una Asamblea de maestros, les narró a los asistentes la odisea de Agnés y el Peregrino por los reinos invertidos de la Parroquia, por las Mansiones subterráneas del Ayante, por el retorcido Reino del Aherrojado, hasta la última desembocadura, para evitar que los serafines acabaran con la existencia. Les describió al Cavador, les explicó su papel en el universo, les habló de Cárcava… Hizo todo lo que pudo.
Pero su intervención fue menospreciada. Sólo Dismas confió en su palabra. Quizás por eso Toro lo recibió, tiempo después, en un Lanzarote engullido por una umbra perpetua, con la intención de aconsejarlo y guiarlo hacía el Acervo.
La última persona que vio a Toro fue la hermana capitana Reznik. Después de que los Hermanos Vindicadores dispararan a los Serafines y la Parroquia colapsara en la estación Atlante, Reznik lo pudo ver vestido con la exoarmadura del hermano Strnad, blandiendo un mazo gigantesco y preparándose para continuar su cruzada contra el Ayante.
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